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Opinión

El complicado futuro de los jóvenes argentinos

Bajo la cruda mirada de la realidad en el país, mi intención es desentrañar la complejidad de vivir en medio de la crisis. Entre sacrificios personales y una sociedad que parece haberse resignado al silencio, se vislumbra la esperanza como un faro titilante. A través de mis ojos de estudiante, exploro los desafíos, las injusticias y la necesidad de un despertar colectivo para transformar el panorama actual en una senda hacia un futuro más prometedor.

En el engranaje de la realidad dañada en la que vivimos, la experiencia como estudiante universitaria se convierte en un lienzo tejido con los hilos del sacrificio y desesperanza. Observé de cerca cómo la mala gestión de la pandemia en 2020 por parte de un Estado inoperante sumió a muchos de mis compañeros de carrera en la desocupación. La falta de oportunidades laborales les arrebató la posibilidad de continuar con sus estudios y pagar una cuota que se encarecía cada vez más, una triste realidad que se esconde tras la falacia de que la educación superior privada es un privilegio.

Poco se habla de que situación en las universidades públicas se torna aún más compleja para los estudiantes que eligen esta opción. Más allá de la falta de oferta estatal en muchas carreras, se respira un aire de adoctrinamiento político que margina a aquellos que no se alinean con las corrientes partidistas predominantes. La educación superior pública, en lugar de ser un faro de conocimiento, parece ser un caos donde los estudiantes son simplemente cifras que permiten a las instituciones reclamar su parte del gasto público del Estado.

El empeño de los jóvenes por obtener una educación se convierte en un sacrificio descomunal, agravado por la necesidad de buscar alquiler en la capital debido a la limitada oferta educativa en los departamentos. La carencia en las opciones de educación no son un problema nuevo en la provincia, año tras año los jóvenes que quieren emprender su camino universitario se ven obligados a alejarse del lugar donde viven e incluso abandonan la provincia para estudiar aquello que les interesa realmente.

Este esfuerzo, sin embargo, parece tener como recompensa vivir en un país donde los profesionales no son valorados. Donde los médicos se ven obligados a dejar sus tareas en forma de queja porque no ganan lo suficiente para subsistir, y los docentes, en lugar de ser respetados como los pilares de nuestra sociedad, son vulnerados en sus derechos más básicos. Parece ser que los únicos oficios rentables se limitaron a la política o la delincuencia, y en ocasiones, ambas.

El título universitario en Argentina, en lugar de abrir puertas a una vida económicamente estable, se presenta como un boleto a la incertidumbre, a la resignación, a la nueva miseria profesional que cada vez lleva a más personas a abandonar su tierra, el lugar que lo vio crecer y ahora lo despide porque ya no tiene nada bueno que ofrecerle. Poco a poco se fue notando la falta de esta parte de la sociedad tan útil. Nos hemos convertido en la residencia de una sociedad criada en la vagancia y la dependencia del Estado, donde no hay ganas de progresar ni de crecer personal o colectivamente.

Ya con la esperanza perdida en la formación personal podríamos hablar de la seguridad, un derecho que debería ser fundamental, pero que se torna escaso en un país donde la delincuencia está en su apogeo. La realidad argentina es totalmente impactante. El poco poder adquisitivo y la inflación quedan chicos ante el miedo que tiene cada uno de salir de su casa a trabajar y no volver más. Donde no podés mandar a tu nieta de 11 años a la escuela, porque la golpean dos tipos en moto para quitarle el celular. Donde no podés ir a comprar con tu hijo de 4 años en el auto, porque te disparan y te matan ante su inocencia, para quitarte el auto.

Más allá de violencia en la que vivimos, lo que realmente termina por sorprender es el silencio generalizado que rodea las atrocidades que vivimos como sociedad. Es desconcertante observar de qué manera, como sociedad, parecemos haber aceptado pasivamente las injusticias, como si nos hubiéramos resignado a ser vulnerados sin alzar la voz, como si no nos importara ser tratados con total desprecio.

Miramos pacientes y tranquilos. Permanecemos sumisos en totalidad ante todas las crueldades que nos ocurren como sociedad y como pueblo argentino. Cómo si no nos importara ser flagelados en lo más mínimo. En cuestiones como esta, es necesario alzar la voz para ser respetados y para generar un cambio que, con susurros y prácticas mediocres, como opiniones desde el sillón del living o desde el comentario en redes sociales, no sirven.

Este silencio debe romperse. La apatía no puede ser la respuesta ante la realidad que enfrentamos. Necesitamos un despertar colectivo, un grito unificado que exija cambios tangibles. La esperanza, aunque frágil, se erige como un motor de cambio. La bronca acumulada, lejos de ser un problema, puede convertirse en la fuerza que nos guíe hacia un futuro diferente, alejado de la miseria que nos ha acompañado hasta ahora.

Las elecciones que se avecinan presentan un desafío claro, pero no desolador. Entre una gestión que ha manejado pésimo la cuarentena, ocasionando miles de muertes innecesarias, que negó el ingreso de respiradores. Una gestión que se vacunó primero cuando vos tenías que esperar horas en el piso del hospital para que te atiendan. Un gobierno que se juntaba a celebrar con sus amigos en Olivos mientras vos no podías velar a tu ser querido ni despedirlo con dignidad. Un Estado que provocó que 6 de cada 10 chicos sean pobres o que nuestros jubilados solo puedan comer “un churrasquito” por semana. Un gobierno que pregona sus millones en yates, en carteras europeas, en casas lujosas, en bolsos con plata afuera de una iglesia. Levantan sus carteles populistas en promoción de una sociedad conformista, analfabeta, manipulada hasta los cimientos.

Del otro lado, se levanta una opción arriesgada, inconclusa, pero que representa un cambio. Nadie nos garantiza que elegir esta nueva opción nos traerá consecuencias positivas como país, pero por lo menos ya podemos predecir lo que significa votar por la continuidad. Un horizonte liberal que se asoma o las ideas de la corrupción y el ajuste, la elección parece clara para mí. No importa si se le llama un “salto al vacío”; lo que realmente importa es el deseo de cambio, de transformación en un país que tanto lo necesita.

En medio de la incertidumbre, la esperanza persiste como un faro en la oscuridad. Quizás sea este sentimiento el que finalmente nos conduzca hacia un cambio verdadero y fructífero. La hora de dejar de tener miedo y empezar a tener esperanza ha llegado, y con ella, la posibilidad de un renacer para nuestro país.

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