En el preámbulo de nuestra Constitución, y en representación del pueblo argentino, se insta a quien gobierne nuestros destinos a: afianzar la justicia, consolidar la paz interior, proveer a la defensa común, promover el bienestar general y asegurar los beneficios de la libertad.

204 años pasaron desde que logramos nuestra autonomía y cerca de 170 de la mencionada proclama. Hoy me pregunto si podemos considerarnos verdaderamente independientes. Si esos preceptos constitucionales se cumplen en la medida que podamos considerarnos realmente libres.
Creo que hoy nuestra dependencia está disfrazada de discursos románticos que a los oídos suenan lindos y reveladores, pero que culminan en un sometimiento de otro tipo.
Distinto al de antes de 1816, pero sometimiento al fin. Decía Alfonsín que uno “puede discutir con un hombre que esté a su izquierda o a su derecha” pero que “es imposible discutir con un populista; porque le va a contestar con voluntarismo, con eslogan, con inescrupulosidad, con demagogia” en un debate irracional, diferente al que el “pueblo argentino merece”. Y es ese populismo del que hablaba Alfonsín el que a través de su discurso presumiblemente naif y altruista convierte al que piensa distinto en poco menos que un monstruo.
Hoy, que ya no debemos rendir cuentas a España, tenemos cerca de 25 millones de personas cuya subsistencia depende (por una cosa o por la otra) de un cheque del Estado. Más del 50% de la población. ¿De qué manera se puede considerar a esa gente verdaderamente independiente?
De 1816 a esta parte, en Argentina no hemos logrado construir las bases sólidas que garanticen a sus habitantes una real libertad. Mientras, países que a comienzos del Siglo XX contaban con una estructura económica y social similar, en menos de 100 años han triplicado nuestro PBI per cápita.
Parafraseando al reconocido tributarista Guillermo Pérez, el tamaño del Estado se duplicó desde 2005; la recaudación y el gasto tributario crecieron el doble que la generación de riqueza; tenemos la presión tributaria más grande de la región; y más de 20 millones de personas que de algún modo dependen del Estado.
Esa es hoy la forma que adoptó nuestra dependencia. Escucho a la gente contrariada porque al tenernos más de 100 días encerrados, el Estado tuvo 100 días para prepararse, y aún no parece listo. El Estado no tuvo 100 días para prepararse: tuvo décadas. Y aún así, esta pandemia nos encontró completamente incapaces de sortearla de otro modo que no sea el encierro.
Y digo tuvo décadas porque Argentina es un país que nunca se decidió entre imponer una política fiscal regresiva o progresiva. Y entonces impuso las dos: con las tasas de impuestos indirectos y directos más altas del mundo; pegándole parejo tanto al que más tiene, como al que menos. La igualdad con la que se suele justificar este fuerte intervencionismo, trae como resultado mayor desigualdad.
Ya hemos visto en otras columnas los parámetros económicos, sociales y fiscales que analiza un inversor para decidir invertir o no en un país, y que en Argentina dichos parámetros no son precisamente los propios de un good business environment. Ergo, no hay inversión, no se crea empleo, no aumentan los salarios medios: todos somos cada vez más pobres. Pero además, una presión tributaria exacerbada se transforma (paradójicamente) en menor recaudación.
Y respecto de esas décadas de presión fiscal inusitada luego de las cuales el contribuyente esperaría que el sistema de salud hubiera generado los anticuerpos necesarios para enfrentar una pandemia con otras herramientas, la única que todavía tenemos es el aislamiento.
Pocas camas por habitante, falta de equipamiento, escasez de insumos que garanticen una profilaxis adecuada, estructuras hospitalarias deterioradas con diseños que la administración de los sistemas de salud modernos consideran obsoletos. Todo eso se traduce en que la población a la que las políticas de Estado en Argentina decían proteger, sea justamente la más desprotegida.
Porque hay que hacer una fuerte distinción entre lo que ocurre en los hospitales públicos y los privados. De acuerdo con los especialistas consultados, la capacidad en los hospitales privados es sensiblemente distinta. Estos últimos se han preparado desde el primer día, incorporando el equipamiento y los elementos de protección adecuados.
Pudiendo entonces aplicar los protocolos sugeridos. En los hospitales privados consultados la tasa de contagios entre los profesionales asignados a lo que se llama “área sucia” es baja, distinto a lo que sucede en los hospitales públicos que hoy carecen de los insumos adecuados y cuya capacidad se encuentra saturada.
Lo antedicho nos remite a una pregunta recurrente: ¿Qué tan efectivo es nuestro Estado administrando recursos escasos? ¿Es este modelo argentino con un Estado ciclópeo realmente conveniente? En otras palabras, ¿utilizan nuestro dinero de manera adecuada? ¿Nos cuidan como dicen cuidarnos? Con un Estado que duplicó su tamaño, ¿no estarán dilapidando nuestro dinero en actividades secundarias, irrelevantes para las necesidades que nuestra ciudadanía padece (en el mejor de los casos)?
Sin distinguir colores políticos, y en nombre de la justicia social, nos han impuesto una presión tributaria inédita. Pero fuimos incapaces de garantizar los derechos más básicos que nos reconoce la Constitución Nacional: salud y educación de calidad.
Con salarios medios en dólares de los peores de la región, con una carga fiscal récord, con servicios públicos que no guardan proporcionalidad con dicha presión impositiva, con una pobreza sostenidamente creciente, entre tantos otros problemas políticos y socioeconómicos estructurales profundos; nos pregunto: ¿de verdad nos creemos libres e independientes?
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